
Aquel día estábamos él y yo. Charlabamos y las cosas empezaron a ponerse agrias.
La oscuridad trajo consigo la cobardía. Llegó vestida de negro,
para que nadie la viera. Se fijó en él. Lo vió como presa fácil y
sin más lo poseyó. Yo, por mi parte, no me percataba aún
de lo ocurrido. En ese instante cambiaron sus ojos. Se tornaron amarillentos.
Su boca, como si se dominara, lanzaba rayos de mentira inundando la habitación.
Entonces me asusté. Quería ayudarlo, pero no deseaba ser poseida yo también.
Decidí enfrentarlos a él y a la cobardía que estaba adentro suyo.
Me puse de pie. Tomé aire lo más que pude hasta que me inflé. Llegué a ser más alta que él y la cobardía.
Desde allí le lancé con mis dedos ráfagas de verdad. Vi como su rostro se transformaba por el ácido que despedían las verdades. Se fue evaporando y desapareció. Fue arrastrado por ese mostruo despiadado.
Aquel que sólo se apodera de los débiles y los hace perderse entre su niebla.
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